domingo, enero 09, 2005

V.- Carlos Ernesto sentado en una banquita en su techo 6:53pm

Sería 1998, me imagino, y sería invierno. Al menos, yo lo recuerdo así, aunque pudo muy bien haber sido otoño, como pudo haber sido primavera, o verano. Pero yo imagino que era invierno, porque así lo recuerdo: el cielo gris de Chacarilla y los parques de Monterrico al anochecer. Pudo haber sido otoño, porque recién comenzaban las clases y yo apenas conocía a Melisa.
Una especie de manto transparente cubrió la simetría de aquellos días entonces. Recuerdo que me encontraba sobresaltado, esa vez en que nos quedamos hasta tarde a fumar cigarrillos y conversar, y esa tarde después de la academia de basketball. Éramos Margarita, Melisa y yo en un salón de clases a oscuras. Y recuerdo que yo llevaba un polo de manga larga, color lúcuma, y anchos maletines con ropa.
Melisa dijo:
- Traes demasiado aquí. ¿No crees?
Y después de eso, Margarita exclamó:
- Pero qué asco bañarse en esas duchas... -Haciendo una irreconocible mueca con la cara
Yo recuerdo que a los catorce o quince años todo era muy normal. Yo llevaba un montón de ropa en aquellos maletines esa vez que me las encontré susurrándose al oído una serie de cosas como locas, en uno de los salones en los que entonces nos dictaban laboratorio de Química en 3ro de secundaria.
Recuerdo que les pregunte:
- ¿Pero qué es lo que hacen aquí?
Y ellas me miraron con cara de ‘ya moriste, Caneto’ como si mientras nos adentrábamos en la oscuridad de uno de los salones de secundaria (podría ser de 1ro o de 2do, no lo recuerdo) era como si siguiéramos con un plan prediseñado por años.
Ellas alegaron:
- Nos quedamos para recibir un taller de reforzamiento del curso de Inglés -del cual nunca en mi vida volvería a escuchar- pero la profesora no vino.
Por supuesto que sí, dije.
- ¿Y tú qué haces por aquí, Caneto?
Yo era bueno para esas cosas entonces, sólo que después me volví apático, y así alguna gente cambia y otra no y otra se vuelve cínica. Solo que yo me volví apático y luego me volví cínico. Porque para ese entonces, para ese tipo de relaciones a esa edad, yo era muy adolescente. Y esas cosas pasan, porque alguna gente cambia...
Melisa y Margarita rieron (yo recuerdo que eran muy unidas entonces, y que todo el día iban de arriba a abajo, de un lugar a otro, hasta que se alejaban caminando, dando tumbos, después de clases) y por lo general, nadie sabía bien a qué se dedicaban o por qué caminaban siempre juntas, y a muy poca gente le interesó averiguarlo. Y yo, que era tan enamoradizo entonces (aunque, en realidad, yo nunca fui enamoradizo ni nada) conversaba con ellas de cualquier cosa, un poco con ánimos de molestar, debido a que por esas casualidades del destino los tres estábamos en el mismo salón de clases y hablábamos el mismo idioma.
Yo solía arrimarme donde ellas, dependiendo de mi estado de ánimo. Yo tan sólo atinaba a conversar de lo básico, cosas cómo:
- ¿Cuál es la respuesta de la pregunta cinco? o ¿qué prefieres, Chile o Bolivia? o ¿quién ganó en la guerra civil española?
Y Margarita todo el tiempo se copiaba, cosa que llegaba a ser evidente para algunos profesores que a veces incluso simplemente se dignaban a pasarlo por alto, y yo era parte importante del engranaje si es que me convenía. Aunque, en esta época de la que les hablo, era todo muy distinto, porque aún no se celebraban bien las fiestas de quince años, y aún muy poca gente salir y caer ebria. Aunque, definitivamente, algunos ya lo hacíamos...
En esa ocasión yo me senté junto a ellas sonriendo (y casi con una sonrisa estúpida en la cara) y a decir verdad ya ni recuerdo de qué hablamos, así como no recuerdo bien nada de aquella época, debido al manto transparente que he ido desarrollado con los años gracias a la ayuda que recibo con certeza de gente que también quiere olvidarse de su pasado.
Y yo de esto no me he olvidado porque los recuerdos felices son los mejores y los que más vale la pena recordar. Así que yo de esta época puedo recordar el sudor de las clases de basketball, las fría ducha del baño, la media luz imperante del lugar: el salón de clases, las pizarras verdes, las tizas rosadas y blancas y de diferentes colores, todas mezcladas, y los susurros inquietos de chicas de apenas quince años.
Y yo a ellas apenas las puedo recordar lejanas así como las conocí entonces.
- Caneto, déjanos hacerte una pregunta.
- ¿De qué se trata?
Ojeaba un ejemplar de un ‘Caretas’ que de pura casualidad había encontrado en el fondo de uno de los maletines que llevaba conmigo. Ese invierno había caído más rápido de lo habitual, más frío y más nebuloso. En la carátula del ‘Caretas’ salía el presidente dándole la mano a uno de sus ministros, y ambos llevaban indescifrables muecas en la cara.
Yo me reí.
- ¿De qué se trata?
- Dinos ¿a quién preferirías tú? -concluyó Margarita, con una extraña sonrisa en la cara- ¿a ella o a mí?
Entonces me quedé quieto. Me agarró frío y con las manos heladas.
Las ventanas del salón de clases eran amarillas y la luz entraba teñida durante el anochecer, hacía mucho frío. Me reí, aunque supongo que debe haber sido puro histrionismo.
- Oh... a mí me gusta Claudia...
Una ola de viento helado inundó la habitación entonces. Miré sobrecogido las piernas desnudas de ambas (de las chicas) bajo la falda escocesa del colegio.
- Tiene un trasero enorme.
Ambas rieron después de un segundo de silencio. Margarita y Melisa eran parecidas, llevaban el pelo del mismo tamaño y de la misma calidad. Caminaban igual y vestían el mismo uniforme que todas. Es decir, pasaban desapercibidas entre la multitud; no eran demasiado bonitas. Claudia había repetido o algo así, y no estaba en nuestro salón, aunque era conocida y algunos la calificábamos como la chica más bonita de la promo.
Margarita hizo un gesto, algo así como un guiño:
- Buuuu... -y creo que se refería más que nada a Melisa, aunque no podría estar muy seguro de ello.
Pero yo no quería nada con Melisa entonces (claro que no), y tampoco quise nada con Melisa tiempo después. Únicamente sé que nos quedamos un rato más en el salón, haciendo tiempo mientras veíamos que los encargados de limpieza terminaban sus últimos avances antes de largarse de allí. Y en ese instante, antes de que llegara alguien (no recuerdo quién) me enteré de que Margarita y Melisa habían estudiado juntas hacía años, y luego me hicieron una broma acerca de un problema cardiaco que padecía Melisa y que, afortunadamente, lograron desmentir a tiempo...
Luego caminamos fumando aquellos cigarrillos hasta que el anochecer nos contempló llegar a Monterrico sin motivo aparente. En el primer parque en el que estuvimos a solas, nos echamos a descansar. Recuerdo que Melisa tenía una vista compleja y que Margarita gustaba mucho del osito Pooh en aquella época (creo que lo reflejaba en sus actos, o en su comportamiento) y también recuerdo que nunca me la imaginé así, ni nada por el estilo. Ni nunca me la imaginé con la iniciativa (pensar que de eso sólo hace unos cuatro años) recuerdo que mientras mirábamos las estrellas ¿o el cielo negro? (porque en Lima nunca hubo estrellas) cuando Margarita vino a mi lado y me besó, no en la boca, simplemente me beso en la cara, y en las mejillas, en la frente, en la nariz, y luego me miró contenta, insatisfecha, antes de que Melisa me mirara de nuevo.

Recuerdo aquella vez en mi casa en Punta Negra, aquella navidad terrible de 1998 cuando coincidimos Porongo y yo en la mima cuadra donde estaba mi casa. Era un diciembre extraño que no quisiera haber vivido jamás. Durante la semana, Porongo y yo jugamos fútbol, y conocimos a una chica rubia de extraños ojos celestes que insistió en que le consiguiéramos marihuana. Porongo me miró a la cara y le dijo:
- Perfecto, ¿cuánto quieres comprar?
- ¿Cuánto me pueden vender?
- Digamos que con diez soles alcanza para una buena...
Porongo y yo sudábamos. El atardecer era como un espectáculo terrible, el cielo se incendiaba encima nuestro. Habíamos estado jugando fútbol toda la tarde. Después de aquellas casas estaba el mar.
- ¿Entonces quedamos así?
Porongo y yo no nos conocíamos mucho en realidad. Estudiaba en mi mismo salón desde hacía un par de años pero no sabía nada acerca de él, excepto que le había roto los dientes a alguien alguna vez.
El mismo 24 de diciembre en la noche Porongo y yo buscamos a aquella chica rubia de ojos tan extraños. Salió a recibirnos y le enseñamos el paquete. Todas las casas estaban iluminadas con adornitos Navideños. Vale decir que en aquella época conseguir Mango Light o una buena marihuana brillante era más fácil y más barato que ahora. La diferencia entre una de buena calidad y otra cualquiera variaba, pero era más seguro que ahora, o era más fácil. Supongo. Pero lo que quería esta chica tan extraña era un poco de paz, o un solo canuto, y me dijo:
- Carlos Ernesto, lo que yo quería era fumar un poco, nada más. ¿Qué es lo que voy a hacer con tanta hierba?
Y Porongo dijo:
- Qué cagada. Feliz Navidad.
Y le dimos un moño, sus diez soles, un par de papeles de fumar y nos fuimos.
- Caneto, vamos a fumarnos toda esta porquería.
- Vamos.
Subimos a lo que era una especie de andamio y nos sentamos a fumar y a contemplar el mar. Porongo armó con mucha maestría un varulo enorme y dijo que pasar Navidad en Punta Negra era de lo más entretenido. Tenías el mar, el sol, mucho Mango Light. Finalmente terminamos de fumar varios canutos. Porongo me dijo que me llevara el paco por cinco soles, que no quería conservarlo. Prácticamente me lo regaló. Luego llegué a casa a eso de las once y media. Al llegar las doce, tragué como nunca antes había tragado en mi vida. Por un momento todos me dijeron que me tranquilizara, que yo nunca comía así. Y yo estaba con los ojos muy rojos y tenía un montón de Mango Light es mis bolsillos esperando salir.
- La comida no se va a ir, Caneto.
Mi prima Yesenia de más o menos mi edad sabía que estaba volado y se reía.
- Caneto, como que tu atuendo no es muy navideño que digamos ¿no?
- No sé. Me he pasado el día en la playa.
Continué tragando. Arrasé con el pavo, el arroz árabe y el puré de papas. La gente a mi alrededor (padres, parientes, primos) comían y conversaban por igual. También había algunas cuantas cervezas y regalos innecesarios.
- Ah pero igual... Caneto, hazme el favor.
- ¿Qué? ¿De qué me estás hablando?
Yesenia miró fijamente a Miriam y luego ambas rieron. Luego me di cuenta de que todo el mundo llevaba ropa de vestir encima (saco, pantalón, camisa) menos yo.
- No me jodan. Es verano.
- Claro -Miriam miró a Yesenia y en seguida Yesenia me miró a mí.
- Tu ropa de baño y tu aspecto son de puta madre.
Aguardé unos minutos.
- ¿A qué te refieres?
Miriam, de unos dieciocho o diecinueve años, aplicó.
- Estás reventadazo, huevón.
- ¿Ah?
- Que estás todo fumado.
Fruncí el seño. Por un segundo dejé de comer.
- Shhh... Cállense.
Miriam y Yesenia volvieron a estallar de risa. La verdad es que ambas eran las únicas primas con las que hablaba y me caían bien.
- ¿Qué es lo que quieren?
Miriam, no sé de dónde, había sacado tres copas llenas de Champagne.
- Vamos, Caneto... Acepta que eres un fumón...
- Shhhh... Qué carajo les pasa.
Yesenia y Miriam, ambas mis primas, ambas con vestido veraniego hasta las rodillas (creo que de marca Quicksilver o Roxy, o puede ser que no tuvieran marca) se rieron un rato más y dijeron:
- Lánzanos un wirito, Caneto.
Y yo me alarmé.
- ¿Qué? -Deje definitivamente mi plato a un lado e intenté mirar con buena cara en dirección a la mesa donde se encontraban todos. Miré a mi alrededor. Finalmente me miré en un espejo. Tenía la cara resinosa, el pelo pegado a la cabeza y los ojos completamente rojos como si me hubiera reído por media hora sin parar.
Llevaba un polo blanco con las palabras Rip Curl en un extremo, una ropa de baño negra y unas sandalias. Caminé de la cocina al jardín y me senté en las gradas que me llevaban hasta la piscina que reflejaba extrañas formas a la pared colindante con los vecinos. Era producto de un reflector estratégicamente colocado en el extremo norte de la casa.
Yesenia, con un vestido floreado a la antigua se sentó junto a mí.
- Qué pasó, Caneto.
- Nada. No quiero que la gente se de cuenta que estoy tan drogado.
Mi prima se quedó un segundo contemplando el reflejo de la piscina contra la pared. Habría, supongo, reflectores adentro del agua también. No había ningún contacto físico entre los dos pero con la hipersensibilidad de la marihuana sentía el delgado vestido de Yesenia rozar contra mi brazo izquierdo.
Me levanté.
- Caneto.
Me puse en guardia.
- Qué sucede.
Yesenia miró a Miriam que acababa de salir de la cocina. Por un segundo me pregunté si ambas habrían acordado llevar por igual vestidos veraniegos. Yesenia y yo teníamos la mima edad pero pensábamos como chicos mucho mayores, podíamos conversar y reír con Miriam (unos tres o cuatro años mayor que nosotros) sin ningún problema.
Miriam me extendió una pipa.

Gustavo Petrovich tenía un libro que decía BELLAS ARTES, y todo el tiempo decía que iba a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, esto no se dio (y además todos sabíamos que no lo iba a lograr) porque en Bellas Artes no hay literatura, y lo que Gustavo quería era estudiar literatura.
Yo nada con las artes, claro que no. Por eso aquel día mientras Gustavo se paseaba y cruzaba la avenida Primavera uniformado de extremo a extremo, leyendo y contemplando gráficos y fotos de alguna que otra obra del siglo XX, yo caminaba con Melisa del brazo mientras pensaba:
- ¿Qué tanto le habla a Gustavo? -refiriéndome a Margarita, quien lo tomaba de su casaca marrón mientras ambos cruzaban la pista. Y yo pensaba cosas como:
- ¿Quién carajo es Gustavo Petrovich? -Porque nunca antes me había hablado con él.
Y ahora que pienso en eso, efectivamente, le hablo poco o quizá nunca le he propinado palabra. Cosa que es realmente extraña en un mundo como éste. Así que cruzamos la avenida Primavera, Margarita, Gustavo y yo, y Melisa, por supuesto, y caminamos hasta un parque que era completamente desconocido para mí, cerca a la casa de Gustavo, mientras Margarita caminaba absorta del todo, interesada sólo en lo que él decía (y yo, con lo desesperado que me encontraba) mientras un par de chicos de la Touluse Loutrec, o pudieron haber sido veinte, fumaban mucha marihuana cerca a un árbol (y nosotros, que éramos tan niños) formando un círculo bajo el cielo gris de Lima. Tomé asiento, aprovechando para ocupar un lugar junto a Margarita, mientras Gustavo permanecía atento a lo que parecía ser una figura geométrica desconcertante.
Margarita dijo:
- Me gustaría vivir en el siglo XIX...
Y esa fue una pregunta frente a la que yo tuve que decir:
- ¿Qué?
- Ya sabes, por la sensualidad... y todo ese rollo...
Y la verdad es que yo de arte sé poco (porque cuando veo una pintura parece que me pierdo en lo más insignificante) y en aquel momento lo único que yo veía eran puras pendejadas. Luego supe que la imagen a la que ellos se referían era otra, que resultó ser del siglo XVIII. Se llamaba “Experimento con la máquina neumática”, eso sí lo recuerdo. Me pregunté entonces, dónde carajo estaba la sensualidad. Y creo que todos permanecimos callados.
Cambiaron de imagen. Ahora hablaban de otra cosa. Me pregunté si es que Gustavo traía aquel libro lleno de láminas para divertirse un rato o si lo traía únicamente para poder presumir de ello. Hartado hasta los dientes de esa mierda, preferí irme a fumar cigarrillos al parque frente a la exposición, que era un parque frente a una casa pintada de amarillo, que tenía un garaje (la cosa es que en ese garaje había un tipo, medio loco, medio anaranjado, que vendía todo tipo de drogas y alcohol) cuando de pronto me fijé un poco más en su cara y vi a Gustavo y luego vi a Margarita y a Melisa, estaban profundamente aburridos y desilusionados de todo, y me pregunté entonces dónde se había metido el gordo Manuel, porque si lo hubiera podido encontrar a la hora de la salida habríamos ido al parque frente a la exposición, que en realidad era un taller (¿taller de fotos?, ¿taller de autos?, ¿taller de artes plásticas?) y tal vez si lo intentaba averiguar, podría...
- Esa es buena -dijo Gustavo.
- Sí es muy buena -dijo Margarita después de una pausa- Es ¿surreal?...
- Sí.
Una pausa que se hizo eterna.
- Supongo que sí.
Un avión pasó cerca. Los fumones de al lado se asustaron y huyeron despavoridos. Gustavo, Margarita y Melisa siguieron hablando solo que yo ya no los podía escuchar. Prendí un cigarrillo y me encogí de hombros.
- “Máquina gorjeante”. -Leyó Gustavo- De Paul Klee, 1922...
Margarita asintió.
- Sí, parece surreal...
Una mueca. Una expresión agria. Una sonrisa de Melisa que rechazo categóricamente. Un recuerdo reciente y una pregunta ambigua sin ganas de ser concretada...
- ¿Qué te sucede Caneto? -preguntó alguien.
Aún recuerdo la cara de Gustavo con sus lentes de montura fina. Piso algo que resulta ser un caracol, y es hueco, triste, acaramelado...
- Nada, no me pasó nada -y después de unos minutos que inquietante silencio-. Creo que mejor me voy.
Entonces me miraron atentos y luego hicieron un largo adiós. Se perdieron otra vez en sus oraciones aparentemente intelectuales, y todo alrededor me parece como el día y los árboles durante el invierno. Todo como una gran mueca burlona. Y luego Margarita y Melisa regresan al colegio, se esconden en un salón de clases a oscuras, hacen sus tareas y no dejan de murmurar...

Cuando era niño me enamoré de Anna Chlumsky en “My girl”. Aunque aluciné estar enamorado una y otra vez hasta quedarme dormido cada noche, alcancé a ver la película entera por primera vez una madrugada de un viernes santo cuando yo tenía entre diez u once años de edad el año 1994. Me quedé despierto hasta la madrugada y me quedé intrigado. Fue la primera película que vi con un final tan chocante (al menos para mí) y me dejó con esa sensación de imposible revivir a Thomas J. Sennett, imposible salvar a Vada de un mundo tan terrible.
Inmediatamente después me enamoré de Miriam. Sé que no es importante eso ahora. Sé que no tiene absolutamente nada que ver con nada. Pero así se dieron los hechos entonces. Aquella madrugada de semana santa, Miriam y su hermana Verónica, que todavía vivía aquí en Lima (tendría Verónica en ese entonces unos diecinueve o veinte años) se quedaron a dormir en mi casa en Punta Negra porque sus padres partieron a Europa dos semanas, de segunda luna de miel. Claro que ni Miriam ni yo sabíamos qué carajo significaba eso entonces.
Había amanecido y yo tuve la desesperada necesidad de escribir.
- Qué haces, Carlos Ernesto.
Había amanecido.
El cielo estaba muy pálido. Podía sentir desde la ventana abierta de mi habitación la brisa del mar chocando contra mío.
- Son las cinco de la mañana.
- Ya sé.
- ¿Qué estás haciendo?
Tecleaba una máquina de escribir viejísima. La deba duro a esa cosa. Pronto me di cuenta que no tenía mucho qué contar acerca de Anna Chlumsky y yo.
- Intentaba escribir algo bueno -dije. Pero no era cierto del todo.
Miriam (de unos catorce o quince años) se acercó con su pijama y sus primeras bragas bonitas a darme el encuentro en el interior de mi cuarto.
- A ver. Déjame ver. -Se apoyó en la carpeta que yo usaba, donde estaba encima aquella máquina de escribir acorazada- ¿Qué has estado haciendo?
Miré fijamente a Miriam. La pijama blanca de mi prima a contraluz dejaba ver a través de la tela sus preciosos senos y demás manifestaciones hormonales. Luego Miriam volteó su rostro y se arregló el pelo castaño que rozaba mis mejillas. Tenía los ojos chinos. Sonrió.
- Así que estás enamorado de Anna Chlumsky...
Y en seguida:
- ¿Quién es Anna Chlumsky?
Sin saber que hacer tarareé la letra de “Stan by me” y le pregunté si sentía algo. Yo le dije que sentía el verano en mi piel cada vez que escucha esa canción, o cada vez que veía “My girl” o veía a Anna Chlumsky en general. Era algo de verdad muy difícil de explicar para mí.
- Ya veo.
Miriam miró por mi ventana abierta un cielo pálido y un amanecer triste. Era el amanecer de un viernes santo en 1994.
- ¿Qué te pasa?
- Nada.
Me arrodillé en la silla para estar más arriba que ella. Luego me di cuenta de lo hermosa que se encontraba y dejé de pensar en Anna Chlumsky por un segundo. No sé cómo, pasé mi mano derecha por su rostro y le dije que era hermosa (creo, estoy casi seguro que le dije eso) y Miriam entonces sonrió y me devolvió el gesto. No recuerdo bien las cosas había pasado la noche en vela y sentí una prominente erección en mi ropa interior. Me sentí un poco extraño, incómodo. No por la erección en sí, sino por simple vergüenza. Hasta ahora no sé si Miriam lo notó, o si esto nunca sucedió. Lo que sí sé es que en seguida Miriam me besó en las mejillas, luego en los labios. Y yo le correspondí los besos. Finalmente, frente a un amanecer extraño (con la luz transparente y en dirección en contra nuestra) frente a aquella máquina de escribir de los años cincuentas, besé a mi prima Miriam y ella rebuscó en mi ropa interior mi pene. No sé si encontró lo que esperaba encontrar, solo sé que yo tenía como diez u once años de edad, estaba enamorado de Anna Chlumsky (ese mismo año estrenarían la secuela, “My girl 2” en el cine, y yo fui a verla como un estúpido, desilusionándome por completo) cuando Miriam entró a mi habitación al amanecer, tanteó mi ventana, la máquina de escribir. Me besó, me tocó la pinga y en seguida se fue a dormir como si nada.

Careloco levantó su vaso de cerveza y lo agitó hasta que la espuma se rebalsó y cayó al piso. Una mueca. El Muerto prendió un canuto.
- ¿Qué te pasa imbésil? -preguntó alguien.
Era viernes. Todos los viernes pasaba lo mismo. Lo recuerdo. A veces comprábamos maní salado cerca al Santa Isabel de la Encalada, o paseábamos de parque en parque tomando ron, hasta que toda esa zona se volvió Zona Roja, y empezaron a pasar camionetas de Serenazgo y Pathfinders de la policía (aunque eso, creo, fue más que nada durante el último año, en 5to de secundaria) y a veces, en momentos como aquel, el Muerto nos daba la espalda y prendía un varulo, sosegado. Algunos como yo, nos emocionábamos y fumábamos. Otros se retiraban horrorizados por el espectáculo.
- ¡Muerto!... -le grité-. Convídanos un poco, vamos...
- Claro que sí -respondía él.
No recuerdo si era 1998 ó 1999, o si el mundo se iba a acabar, como decía Karen (una loca, quien no llegó a 4to). Paseamos por el parque frente a la exposición, con cielo azul, sol, y brillantes ojos dorados. El tipo del garaje de la exposición era barbudo y llevaba los pies descalzos. Nos vendió lo que parecía ser una mezcla entre ron, vodka, con algo de gaseosa trasparente (al menos así sabía) y una vez hecho el trámite, Muriel (como nos dijo que lo llamáramos, de acento extranjero y pinta de gay) cerró con impaciencia su garaje amarillo. Algunos detalles sí puedo recordarlos muy bien. Karen bebió la mitad de la botella verde y el gordo Manuel lanzó una carcajada al viento indescifrable y Yesenia alcanzó nuestro ritmo mientras avanzábamos por la nada. A otro parque donde nos sentiríamos como en nuestra casa. Llegamos a lo que era casi una zona olvidada (¿?) cerca a lo que me dijeron era el cerro Casuarinas, donde las casas residenciales eran de gente mucho más adinerada, y por ende, mucho más afortunada que nosotros. El parque era aislado y ya era prácticamente de noche cuando llegamos. Solo se escuchaban los murmullos de los grillos por la noche y la emoción del comienzo de otra saga de horas muertas.
Fumamos codo a codo con el Muerto. Expulsé de mis pulmones una bola de humo. Luego volví a coger el canuto y otra pitada más y otro sorbo de aquella botella transparente de cinco soles por un litro de basura, y un poco de vino barato, malísimo, y oporto (aunque pudo haber sido sangre). Y yo que había soñado con un niño americano atrapado en un hueco angosto, cuya cara estaba púrpura y segundos antes de salir su cabeza se ponía blanca y arrugada antes de explotar, mientras los bomberos y paramédicos estadounidenses contemplaban la escena conmovidos. Ese tipo de cosas suelen suceder en Estados Unidos. Como esos dos niños que asesinaron a varios compañeros suyos del colegio, entraron con armas a clase y mataron a todos...
- Como el asesinato de los Clutter... -indicó alguien.
- Vamos, ¿de qué carajo estás hablando? -le reproché, después de unos instantes.
Yesenia y otra chica (que ahora no recuerdo su nombre) se colgaron del cuello del gordo Manuel. Y serían ya cerca de las siete de las noche y sería invierno, porque recuerdo que había anochecido hacía rato. Y otra vez el grillo murmuraba (triki, triki, triki) y yo bañado en sudor, alcé la mano y repliqué:
- No nos vamos a separar nunca. -Y antes de haberlo dicho, tuve que darme cuenta de que casi ya no había nadie, y de que mi prima Yesenia (sí, era mi prima) trataba de hacer algo un poco más interesante, es decir, trataba de agarrar con el gordo Manuel que era uno de esos personajes caracterizados de la promoción...
Careloco intervino, y me dijo:
- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! -Antes de decir- ¡Ese concha, Caneto! -Dándome un fuerte empujón en la espalda, sin motivo aparente.
El Muerto continuaba aletargado, mirando la pista por la que ya no pasaba ningún auto, diciendo:
- Tengo miedo.
- ¿Miedo de qué?
- De lo que podría pasar.
- ¿Cuándo?
El Muerto continuó mudo. Yesenia y el gordo se besaron. Careloco y yo criticamos a los demás que ya no estaban, calificándonos de ‘sucios maricas’. Y eran bastantes contándolos a uno por uno. Y yo recordaba, ya no a Margarita, quién en ese momento ya no estaba en el colegio, ni recordaba nada que tuviera que ver con ella, porque eso había sido ‘hace ya mucho tiempo’, y yo no estaba para ‘tontos jueguitos de niña engreída’, y me tranquilicé, y por momentos recordaba esa escena en la que Melisa y yo caminamos por la pista camino al británico de la avenida primavera, durante el invierno.
- Es un chiste algo idiota.
- Vamos dime...
- ¿Estás seguro?
- Completamente.
- ¿Prometes que te vas a reír?
- Ja, ja. Mira. Ya me estoy riendo.
Melisa era linda, tenía unos enormes ojos marrones.
- Bueno, caminaba una tortuguita así de chiquita -hizo un tamaño promedio con las manos-, cuando se le apareció una lagartija así de chiquitita -hizo una seña con los dedos-. Y bueno, pues, esta lagartijita le dijo a la tortuguita: “Eh, amiga mía, ¿dónde vas?” Y la tortuga dijo: “Voy al pueblo, lagartijita”, y entonces ella dijo: “Yeee, ¿puedes llevarme en tu caparazón, tortuguita?” Y la tortuguita dijo: “No. No sale”.
Melisa volteó y me miró nuevamente a los ojos. Rió. Creo que me estaba tomando el pelo.
- Sabes que las lagartijas no se sienten. Cuando se te sube una, ni cuenta de das...
- Sí, sí. Yo sé.
- Bueno -Melisa siguió-, siguieron un par de kilómetros, y un sapo que pasaba por ahí dijo: “Hola tortuguita, ¿dónde vas?” Y la tortuga, medio cansada del todo, le dijo: “Voy al pueblo, señor sapo”, y el sapo que no era muy querido por nadie entonces, le preguntó a la lagartija: “¿Y tú lagartijita, dónde es que vas?” A lo que la lagartija le respondió: “Aquí nomás me quedo, pues ¡sapo conchetumadre!”
Ambos nos reímos.
- Ja, ja, ja... Mejor lo contaba mi primo Carlos, en serio...
Yo no podría creer que no tuviera nada que ver con sexo.
Llegamos. El Británico de Monterrico no tenía nada en especial, era un edifico fofo y yo siempre le decía que era una total pérdida de tiempo y de dinero.
- Nos vemos, Caneto. Chau.
OK. Besos en las mejillas.
- Chau, ¡chau! Melisa.
Luego me regresé caminando, a encontrarme con mis amigos viernes por la tarde, había que tomar, fumar, había que beber (mucho) y una vez en casa, había que comer, ver tele y dormir.

La verdad es que una vez le hablé a Gustavo Petrovich, él leía un libro que era de un autor ruso o algo por el estilo. La cuestión es que era fin de año y sería 4to de secundaria, porque ya no éramos tan inocentes entonces, no podíamos serlo. Nos habían dejado leer un libro acerca de un asesinato. Le hablé a Gustavo de eso, y él por entonces ya no era tan alto y habría engordado un poco. Vestía el uniforme convencional pero ese día llevaba un buzo, por lo que supongo que yo también llevaba uno, y sería viernes, aunque ya no estoy muy seguro de nada porque la memoria a veces falla.
Le pregunté:
- ¿Cómo estás, Gustavo? ¿Qué lees?
Y él me miró, aún lo recuerdo, con una cara de: ¿Y éste quién es? Pero afortunadamente, no lo tomó con una actitud de desprecio, y tampoco estuvo tan a la defensiva como me lo esperaba. Le propuse el trato. El sonrió y movió mucho la cabeza de arriba a abajo. Trato hecho, me dijo, pero el trabajo no te lo haré yo, te lo hará un amigo, estoy más que seguro de que él aceptará.
Yo no entendí muy bien entonces.
- Pero por qué.
Gustavo sonrió. Hizo un par de muecas, muy extrañas, y luego miró alrededor de sí. Frunció el ceño debido al sol (serían las últimas semanas de clases, cerca al verano) durante el mes de diciembre.
- Mi trabajo ya casi está listo. Entiende que necesito mi propia nota. A parte la cosa es para dentro de una semana, y yo no tendría tiempo para hacer el mío. Un amigo sí.
Le dije que solo le pagaría veinte soles, que no era mucho dinero, que apelaba a él por “la amistad que nos ha mantenido unidos desde hace años”. Y yo no esperé a que Gustavo Petrovich hiciera otra cosa más que reírse tanto como yo. Entonces se dio cuenta de que mi humor negro se había estado retroalimentando sin ayuda de nadie desde hacía varios meses y le parecía bien. Entonces él me pareció a mí “un gran tipo”.
- Ven conmigo a la salida, vive nada más a un par de cuadras.
Entonces le di la mano. Y después de eso me dieron ganas de prender un cigarrillo, pero claro que no se podía mientras ambos nos ocultábamos detrás de las sombras, a mitad de la canchita de fútbol de secundaria, durante el segundo recreo. Gustavo se tapó la cara con un libro amarrillo, de letras estrambóticas, que rezaba El almuerzo desnudo, e imaginé que estaría leyendo algo porno.

A Miriam le brillaron los ojos cuando vio toda esa hierba que llevaba en mi ropa de baño negra.
- ¿Qué vas a hacer con todo esto? -Preguntó.
Yesenia estaba impresionada, creo que ella nunca había fumado o visto marihuana en su vida. Decidió probar.
- Parece que es buena, ¿verdad? -Miriam se llevó un enorme moño a su boca. Miró su textura, percibió el olor y dio su visto bueno- Sí, parece de la very very...
- Entonces qué, ¿fumamos? -Preguntó Yesenia.
- Of course my horse.
Miriam miró una vez más el moño que había cogido y lo deshizo en sus faldas en frente mío. Yesenia (que quería ser como Miriam en aquella época) se dedicó a mirar con cuidado todo. El reflejo del agua de la piscina les caía en la cara. Adentro, podíamos ver todavía a toda nuestra familia charlando y comiendo. Parecía que no pronunciaban palabras, en realidad. Solo los veíamos comer, estar de pié y hacer cosas.
Miriam colocó casi todo el moño en la base de su pipa de metal. Cogió un encendedor amarillo y transparente, lo prendió y se puso a fumar. A mí me entró una fuerte paranoia hacia todo.
- No hagan el mínimo ruido, no respiren, no hagan nada, se van a dar cuenta.
Miriam terminó de fumar. Apretó sus ojos como pudo, muy desgastados, y en seguida tosió como un demonio. Si se diera cuenta mi tío de lo que estaba haciendo conmigo su hija menor la noche de Navidad...
- ¿Qué te pasa? -me preguntó Miriam cuando le pasó la pipa encendida y llena de humo a Yesenia.
Miré a Miriam con los ojos muy tensos.
- ¡Ahorita vienen y nos cagan! ¡Puta madre!
Miriam prendió un cigarrillo.
- Despreocúpate, querido.
Yesenia tosió como loca. Primero había fumado delicadamente pero en seguida le metió una pitada demasiado larga que la hizo toser más de la cuenta. En seguida dijo que se le antojaba más. Yo fumé una nada. Miré a mi alrededor, y en seguida me paré y me fui. Boté el humo a unos metros de distancia. La imagen de Miriam y Yesenia sentadas fumando de una pipa con el reflejo de la luz proveniente de la piscina era estremecedor la noche de Navidad de 1998. Busqué un cigarrillo en el fondo de un bolsillo de mi ropa de baño, cogí un encendedor y me puse a fumar.

Después de clases la gente salía a la calle disparada. Rebusqué a Gustavo Petrovich de entre todas las caras y las cabelleras negras y amarillas y rojas, bajo el sol de las tres de la tarde del mes de diciembre. Todos con las mochilas bien puestas en nuestras espaldas, todas bien depiladas ese año porque se podría esperar cualquier cosa en una chica de 4to año de secundaria (pedos, eructos, cualquier cosa menos eso).
No lo busqué demasiado y nos miramos las caras largo rato en la bodega, mientras compramos un par de cigarrillos y caminamos recto hasta la avenida Primavera, donde no repetimos la escena de aquella vez desde hacía más de un año, simplemente no nos habíamos visto las caras. Ambos estábamos más crecidos, ya éramos algo mayores. Nada era igual que antes, me emborrachaba. Y cuando nos detuvimos en el un grifo, no recuerdo para qué (creo que yo tenía que cambiar dinero) entré al Móbil Market y compré una cerveza para amenizar la cosa, y Gustavo pareció muy complacido. Apenas salimos le di un buen sorbo a la lata.
- ¿Qué te parece?
- Excelente con el calor.
Y continuamos caminando.
- ¿Dónde vive tu amigo?
- Cerca a un parque.
- ¿Dónde?
- Vive cerca...
Pasé un poco a lo era la intriga. Tarareé una canción de Andrés Calamaro. Gustavo sonrió. Luego me preguntó:
- ¿Fumas marihuana?
A lo que yo le respondí:
- Claro que sí -y era cierto, aunque no del todo- ¿por qué?
- No sé -y lanzó una carcajada-, ¡ja, ja, ja, ja, ja! - y luego me miró fijamente-. No sé, como cantabas eso de fumar un porrito...
- Sí, claro que sí... -le dije, convencido.
Luego añadió:
- ¿Sabes?, mi amigo no tiene ni idea de que voy a ir a su casa, ni que le voy a dar esta chamba. Pero nosotros necesitábamos justo veinte soles para comprar, ya sabes...
Llegamos a otro parque al que yo no había visto en mi vida: tenía una estructura enorme en el centro, una pileta que seguro no era ningún reto arquitectónico. A aquellas horas habían muchos niños jugando bajo el sol de primavera, y habían perros sin cadena que corrían libes y alguno que otro niño del colegio caminando por ahí. Calculé que esto estaba cerca a lo que era el parque frente a la exposición (que, dicho sea de paso, ya no existía más). Entonces Gustavo me llevó a lo que era un pasaje, que desembocaba en una calle extraña, que era donde vivía este tipo que entonces vestía de hippie y que llevaba unas patillas enormes. Gustavo tocó el timbre, y esperamos largo rato, y aunque yo supuse que vivía solo, ya no estaba muy seguro de ello. La cuestión es que vivía en un segundo piso prestado o alquilado o qué se yo, en una casa medio ordinaria sin muchos miramientos. Apenas vio a Gustavo, esbozó una enorme sonrisa y nos dejó subir.
-¿Cómo estás, Gustavo?
- Bien, ahí... ahí...
- ¿Qué tal? -exclamé, saludando.
Patillas Enormes me miró sorprendido.
- El se llama Carlos Ernesto -Gustavo me presentó sin muchos preámbulos-. El nos va a conseguir el dinero que nos falta para la hierva... -dijo.
Patillas Enormes suspiró. Luego sonrió ensimismado y cogió un libro y luego lo dejó a un lado. Prendió lo que parecía ser un cigarrillo negro que luego pensé (durante un minuto) que podría ser marihuana, pero que no parecía nada. Olía a canela.
- ¿Y cómo es eso? -dijo riéndose-, ¿a quién tenemos que matar?
- A nadie, a nadie... -exclamó Gustavo- pero sí tiene que ver con un asesinato.
Lo miré, risueño, y le sonreí.
Todo combinaba muy bien con el verano, en aquella época. Acababa 4to de secundaria, y no era el fin del colegio pero parecía como si algo hubiera muerto.
- Tienes que leer “A sangre fría”... -concluyó.
Y después de un minuto, agregó:
- Tienes que hacer un trabajo acerca de ese libro, nada más.
Patillas Enormes me miró.
- OK. -dijo.
Ni siquiera preguntó en qué consistía el trabajo. Nada más me miró y se rió. Estábamos en lo que sería el comedor y la sala, lo que era a la vez, creo, la cocina, el depósito y la cama. Todos nos habíamos sentado en un colchón enorme en el piso y un montón de sábanas y ropa revuelta.
Patillas Enormes sirvió algo de té. Gustavo y él bebieron. Yo me dispuse a salir de allí lo antes posible. Averigüé dónde botar la lata de cerveza que había traído, y averiguar también si se le tenía que pagar todo por adelantado o después o cómo era el maldito asunto. Y de pronto me encontraba nervioso, como si me fueran a matar.
- Dame diez soles ahora, para no olvidarme del asunto. Y dame diez soles después, para no engañarte, y también para motivarme a mí mismo a hacerlo.
Y yo, tan inseguro de todo, le pregunté:
- ¿De verdad vas a hacer el trabajo, verdad? -Enmudecí-. Vamos... -y entonces miré fijamente a Gustavo, mi intermediario-. Necesito pasar sí o sí...
- No te preocupes, amigo -dijo por fin Patillas Enormes- ya leí el libro, y sé bien de qué se trata.
Lo que me hizo sentir más aliviado. Sin embargo yo sabía que Patillas Enormes era un tipo muy pasado, y de lo peor. ¿Cuánto se puede confiar de un tipo que lleva un pañuelo rojo amarrado en la cabeza? Y ahora que lo he visto un par de veces, ya no es tan pasado como lo era en aquella época, hace tan solo unos años, lo que demuestra que el tiempo pasa para todos. Incluso para Patillas Enormes, que en aquella época era un hippie de lo peor. Después de salir a su casa, ambos tomaron la misma dirección que yo. Patillas Enormes vestía una camisa a cuadros y un pantalón blanco (medio teñido de rojo) y bajo la camisa llevaba un polo blanco y seguía con aquel pañuelo tan ridículo amarrado en la cabeza. Y yo los miraba a ambos como hipnotizado, mientras ellos hablaban de tantas cosas y discutían marihuaneramente de literatura, hasta que llegados a un pasaje y sucedió lo que tenía que suceder, Patillas Enormes sacó de un pomo fosforescente lo que parecía ser un canuto enorme.
A lo que yo dije:
- Vaya, ¿en serio piensan fumárselo...?
Y Patillas y Gustavo sonrieron y me miraron como si yo fuera un idiota.
- Claro. Vamos, Carlos Ernesto, fuma un poco.
Y bueno, yo siempre he sido lo suficientemente valiente para todo, y aún así, mientras caminábamos fumando, me pregunté cuántos años tendría Patillas Enromes, y me pregunté cuanto tiempo pasaría hasta que llegara la policía, porque estábamos sentados, y cuántos años se llevarían de diferencia ellos dos, y me pregunté por qué eran tan amigos, y por qué Patillas Enormes vivía solo, ¿por qué? ¿por qué?... Gustavo y su amigo hippie reían a carcajadas, mientras tardecía suavemente en Chacarilla, cerca al colegio. Una nube transparente obscurecía el cielo atravesando su raíz de esquina a esquina, bajo la sombra de un árbol nos detuvimos y ellos llamaron a la puerta. Ya habían apagado el varulo. Patillas Enormes tocó el timbre un par de veces, mientras Gustavo me explicaba por qué intentaban reunir treinta y seis soles, cuales eran las diferencias entre la Roja y la Buena Hierva de Lujo. Me explicaba que la que acabábamos de fumar no era cualquier cosa, claro que no, era un Roja, pero no cualquier Roja, había sido una Buena Roja, que no era lo mismo a una Buena Hierva de Lujo...
Y entonces ellos me presentaron a un sujeto de mediana edad, de contextura cuadrada, que respondía al nombre de Marc, dependiendo un poco de su estado de ánimo y de la gravedad del asunto. Por lo que yo me quedé medio dormido mientras avanzaban las ideas polifónicamente, y mientras este tipo se sentaba encima de una de las gradas de su casa a esperar el anochecer, y mientras yo sigo tieso y contemplando una triste esencia desperdigada, oblicua, convexa y malformada, y resulta que este tercer tipo al que acabo de conocer (y que según parece ignora por completo mi existencia) cuenta un chiste, que consiste en este otro tipo, llamado Walter, o el papá de éste, quién necesita ver urgentemente a su hijo recién nacido (o sea, a Walter) y una enfermera le comunica que este niño no está entre los recién nacidos, y que tiene que subir al segundo piso, donde dice NIÑOS FEOS, cosa que el papá de Walter sube y no encuentra a su hijo por ningún lado, y una enfermera alarmada le dice que suba hasta el tercer piso, donde parece que dice NIÑOS AÚN MÁS FEOS, a lo que el papá de Walter, obviamente mortificado, al no encontrar a su hijo le dice a la enfermera “debe haber un error, no he encontrado a mi hijo”, así que el señor (quien al parecer, carece de buena fortuna) es mandado por la burocracia reinante en las clínicas del estado al cuarto piso, donde reza la inscripción NIÑOS HORRIBLES, y es cuando el papá de Walter piensa “¡Oh Dios mío!, pero ¿qué he hecho?” y al no encontrar a su hijo, furibundo tropieza con una monjita de la clínica, a quién le grita: “¡Quiero ver a mi hijo!” y la monjita le pregunta: “dígame señor, ¿cómo es que se llama su hijo?” y el papá de Walter, enloquecido, le grita: “¡Walter! ¡Mi hijo se llama Walter!” y la monjita dice “Ohhh , ya veo...” así que el papá de Walter es mandado al decimoséptimo piso, al techo húmedo entre la llovizna donde está inscrito: WALTER, EL NIÑO MÁS FEO DEL MUNDO...